Por Gabriel Martínez Rivas.
El rincón que vamos a descubrir hoy está escondido entre el verdor del pirineo francés, en la comarca conocida como del Conflent; para llegar al pueblo que lo acoge pasamos por estrechas carreteras de montaña y entre inmensos bosques nos vamos abriendo camino, mientras deleitamos el olfato con agradables olores a cedros, pinos y abetos, también observamos muchas flores sobre el camino, donde las mariposas y abejas hacen un festín con ellas; el viaje se torna placentero que no se nota la pendiente que estamos subiendo hasta llegar a la pequeña villa de Casteil.
Desde acá nos disponemos a caminar hasta alcanzar nuestro destino a más de 1055 metros de altura, el camino en forma de zigzag es sobre desfiladeros que se alzan en medio del bosque, el ruido de un caudaloso rio nos acompaña mientras un tanto cansados subimos y subimos hasta La abadía de San Martín de Canigó, un antiguo monasterio del cual su fundación data del año 1001. Lo primero que sorprende al llegar, es la vista 360 grados que posee desde los diferentes miradores, a lo lejos divisamos pequeños pueblos, villas, ríos y el verdor del bosque que se torna infinito.
Esta famosa abadía conserva varios estilos arquitectónicos que han perdurado en el tiempo, como testigos de las innumerables historias que acá se cuentan, sobresale su claustro románico con capiteles de mármol y pilares originales que tallados en piedra cuentan varios pasajes históricos de la biblia, así como otros solo de ornamentación con detalles vegetales, un balcón sobresale de este claustro donde es obligatoria una selfie con las majestuosas montañas y riscos de fondo; un Monge pasa silencioso mientras los turistas lo observan atentos, pues acá todavía convive la orden de las Bienaventuranzas.
Las criptas debajo de la iglesia son fieles testigo de la importancia que ha tenido el monasterio por miles de años, pues en ella se enterraron sacerdotes de gran relevancia en la zona, llenas de misterios, secretos y hasta historias fantasmales silenciosas conservan todavía algunas paredes originales de su construcción; la torre de su iglesia sobresale de entre las montañas y rodeada de jardines muy bien conservados y el aire puro que se respira por todo el entorno hacen que el esfuerzo de subida apenas se note, el recorrido por las instalaciones dura más de una hora y nos disponemos a bajar, no sin antes descansar en una antigua ermita románica que se detuvo en el tiempo y las verdes paredes llenas de musgo del norte nos trasladan a épocas medievales y la vida de estos pobladores.
Al bajar al pueblecito lo mejor es comer en los pequeños y acogedores restaurantes, pues rodeados de flores de todo tipo nos ofrecen un amplio menú típico francés, en el que destacan papas fritas a la francesa, quesos y un buen vino artesanal de manzana, el cual es típico de la zona y una delicia al paladar. Definitivamente que el arte, la fe, aventuras e historias se unen en este pequeño rincón francés que recomiendo conocer.